La Guerra Civil segó la vida de muchas personas y deshizo muchas familias. Con estas líneas recordamos la justa vida e injusta muerte de Juan José Garay, un socialista convencido que luchó por construir un mundo mejor, pero acabó muriendo a manos del bando franquista. Un trocito de las historias familiares que recogemos en Novélame para que no se diluyan en el tiempo.
Milagros Unzaga caminaba del brazo de su amiga Mauricia. Ambas muchachas charlaban de forma animada cuando se cruzaron con dos hermanos del pueblo. «¿Quiénes son esos chicos?», susurró la primera mientras bajaba la cabeza y se sonrojaba. Al otro lado del camino, uno de los jóvenes se hacía la misma pregunta. «¿Quién es esa chica tan guapa?», dijo en referencia a Mila.
Ella era hija de María y Julián, un capataz de la mina al que todo el mundo conocía como «El lechero». Él era Juan José Garay Miranda, el mayor de los cuatro hijos que tuvieron Magdaleno y Margarita, un matrimonio dedicado a la labranza en Galdames.

Milagros se adueñó del corazón de Juan José y, aunque este era un ferviente republicano y nada católico, la llevó al altar en 1921, cuando él tenía 24 años y ella 25. Los hijos no tardaron en llegar. El primero fue Julián, luego le siguieron Emilia, Guadalupe, Juan José y Milagros. Por el camino quedaron dos gemelas a las que la naturaleza no dio la fuerza necesaria para seguir adelante.
La familia llevaba una vida apacible en el barrio galdamés de Laiseka. Mila se encargaba del caserío y Juan José volcaba su fuerza en la mina y se preocupaba por defender los derechos de sus compañeros. Además, cuando regresaba a casa seguía trabajando en la labranza o el ganado. Cargaba con la hierba, sembraba la huerta y ordeñaba las vacas. Las tareas nunca llegaban a su fin, pero siempre encontraba un rato para charlar con su familia o jugar con sus hijos.
Juan José trabajaba en la mina y siempre se preocupó por defender los derechos de sus compañeros
En cuanto su silueta asomaba al final del camino, su hija Milagros corría hacia él para abrazarlo y regalarle cientos de besos. Ella le hacía perder toda compostura. La lanzaba al aire mientras la pequeña reía y le decía que era el padre más guapo del pueblo y quizás del mundo; después, la sentaba sobre sus hombros y hacían el último trayecto en silencio, disfrutando de ese apego absoluto entre padre e hija. La entrada en el casa siempre era igual. Su esposa lo reprendía por cargar con la niña y castigar aún más ese cuerpo maltrecho por la mina. Y él, con el corazón atrapado por su familia, siempre contestaba lo mismo: «Esto no es ninguna carga».
Una tarde de octubre de 1934, Mila volvió a salir al encuentro de su padre. Lo esperó durante horas a la orilla del camino, pero no llegó. Se inquietó y temió que hubiera roto aquella costumbre que tanto les unía,y al anochecer regresó a casa en soledad.

Juan José había faltado a la cita diaria con su hija, pero no por voluntad propia. Había sido detenido por tomar parte en la Revolución de Octubre que exigía profundas reformas para construir una sociedad más justa e igualitaria; sin embargo, el mundo nuevo que llevaba en su corazón lo condujo a cárcel.
Su esposa se desplazó hasta Bilbao para visitarlo tantas veces como pudo. Se encontraba sola a cargo del caserío, así que su presencia en Laiseka se hacía tan imprescindible como al lado de su marido.
Juan José fue detenido por participar en la Revolución de Octubre que buscaba conseguir una sociedad más justa e igualitaria
Cuando acudía a la prisión solía hacerlo en compañía de sus hijos pequeños. Al otro lado de las rejas se encontraban con un hombre maduro que no había perdido un ápice de su gallardía y ternura. Quizá fue ese carácter benevolente el que consiguió que uno de los guardias abriera los barrotes para que la pequeña Milagros pudiera abrazarlo. Ella se abalanzó sobre su padre y durante un buen rato permaneció inmóvil con el rostro apoyado sobre su pecho. Aquella complicidad solo pudo romperla la voz firme del carcelero dando a la niña la orden de salir. Ella, ajena a la realidad, comenzó a escabullirse y se negó en rotundo a dejar allí a su padre. «Mira que si no sales te quedas aquí con él», le dijo el hombre uniformado en un tono condescendiente. «Eso es lo que quiero», sentenció la pequeña.

Un tiempo después, Juan José salió de la cárcel dejando atrás aquella experiencia en la que la fuerza venció al espíritu; sin embargo, dos años más tarde el escenario sociopolítico atravesaría una crisis mucho mayor. Entonces, el hombre volvería a elegir la lucha como forma de defender la razón ante la injusticia.
El hombre pensó que podía contribuir más al futuro de sus hijos en el frente que en casa y se marchó a la guerra
La niña Milagros corrió a la puerta, echó el cerrojo, retiró la llave y la escondió entre su ropa. Aún recordaba el tiempo que su padre pasó en prisión y no iba a permitir que volviera a ausentarse. Por eso, cuando le oyó decir que se iba voluntario al frente, intentó retenerlo. «Los padres de otras niñas no van», le suplicó. Pero Juan José tenía claro, podía contribuir más al futuro de sus hijos en el frente que en su propia casa, así que cogió su petate y se marchó.
Durante su ausencia, Milagros hubo de ponerse de nuevo al frente del caserío y proteger a sus hijos de los bombardeos y obuses franquistas. Uno de aquellos artefactos impactó contra su casa abriendo un gran boquete entre el camarote y la sala. Ese día la mujer se encontraba ordeñando las vacas junto a sus hijos mayores y sintieron que la vivienda se les venía encima. Por fortuna, los más pequeños se encontraban en casa de sus abuelos. Los cañonazos se sucedieron durante días y dejaron nuevas huellas en la huerta familiar y en prados colindantes. Mirasen donde mirasen, la tierra que les rodeaba solo mostraba cicatrices de guerra.

Durante los días que el combate se instaló frente a su hogar también debieron dar cobijo a un grupo de milicianos asturianos. Se acomodaron en el camarote y se alimentaron de la despensa de los Garay Unzaga. Sin embargo, los respetaron e incluso jugaron con los pequeños de la casa. En una ocasión uno de ellos aupó a la pequeña Milagros y la subió al desván donde descansaban aquellos hombres barbudos y desaliñados. Al encontrarse frente a ellos, la niña se asustó y el asturiano tuvo que devolverla a la planta baja para calmar su sofoco.
En tiempo de guerra hasta los animales bramaban por la falta de comida
Otra vez las vacas bramaban tanto que uno de los milicianos pensó que morían de sed y decidió llevarlas al abrevadero. Tardó tanto tiempo que Milagros temió que se hubiera marchado con ellas, pero al anochecer el hombre regresó explicando que su retraso se debió a que los animales se lanzaron a los prados a comer todo lo que pudieron.

No supieron nada de Juan José durante meses. Ni una carta, ni una referencia, nada hasta que le capturaron en Santoña junto a muchos otros republicanos e ingresó en la prisión de El Dueso. Milagros fue a visitarlo en varias ocasiones, todas las que pudo teniendo en cuenta que se encontraba a pocas semanas de dar a luz al sexto de sus hijos. Nació el 9 de octubre, fue una niña a la que llamaron Margarita y en una ocasión permitieron a su padre cogerla en brazos. Eran los últimos días del mes de noviembre de 1937 y Garay acaba de ser trasladado a la cárcel de Larrinaga, en Bilbao, donde las visitas de su esposa fueron más frecuentes.
El hombre tuvo oportunidad de conocer a su hija recién nacida
Emilia, hermana de Milagros, se acercaba a verlo a diario. Vivía muy cerca de la prisión y se encargaba de que no le faltara comida mientras esperaba la resolución de un consejo de guerra que en el mejor de los casos le haría pasar muchos años a la sombra.

Durante un tiempo, Emilia tuvo en casa a su sobrina Guadalupe, así que fue ella quien se ocupó de llevar el rancho a su padre. El 16 de diciembre de 1937, sin embargo, llegó a las puertas de la prisión y los guardias se negaron a cogerle la comida. Al contrario, le entregaron las botas del hombre y una nota manuscrita para que se la diera a su madre.
Lupe palideció y fue incapaz de articular una sola palabra. Comenzó a caminar de regreso sin entender lo que pasaba y convencida de que era algo aciago. Entonces recordó la nota de su padre y pensó que quizás en ella hubiera una respuesta a lo que estaba sucediendo. Sus manos trémulas rebuscaron en los bolsillos, en los pliegues de su ropa, en cada costura del abrigo, pero el papel no apareció. Estaba tan nerviosa que lo había perdido, y entonces sintió que el aire dejaba de entrar en su pecho.

En cuanto Milagros supo lo sucedido puso rumbo a Bilbao y confirmó sus peores presagios. Su esposo y padre de su hijos había sido fusilado junto a la tapia del cementerio de Derio. Nunca recuperó sus restos ni supo dónde fue enterrado. Otra la vez la fuerza venció al espíritu, y esta vez lo hizo para llevarse a Juan José con cuarenta años y un montón de sueños aún por cumplir, como ese proyecto de comprar un camión a medias con otro vecino y dedicarse a la plantación de espárragos. Había aprendido sobre su cultivo durante su Servicio Militar en Tudela y pensó que las tierras arenosas de Galdames eran apropiadas para ello.
Juan José era un hombre inteligente que buscaba prosperar para ofrecer un futuro mejor a sus hijos. Lo intentó con un viaje a Argentina cuando aún estaba soltero y del que regresó sin éxito, aunque no por ello cejó en su empeño de construir un mundo mejor.
Juan José dejó escrita una carta a su familia, pero aquel pedazo de papel repleto de sentimientos se extravió
Milagros se metió en la cama para adormecer la pena mientras la noticia corría por el pueblo como una mecha prendida. La frase más repetida entre los lugareños fue la de «han matado al hombre más bueno de Galdames» y el lamento de unos y otros se pudo oír en cada recodo del valle. No pudieron hacer otra cosa que ofrecer cariño y consuelo a la viuda y sus seis hijos en el inicio de una represión y dominación fascista que acabaría durando cuatro décadas.
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