La primera vez que una familia nos encargó su biografía encontramos grandes historias dentro de su propia historia. El de Niva, la perra bombera, es un relato de película que en los años 50 ya tuvo su propio reconocimiento y protagonizó duras luchas por demostrar su propiedad. Este breve relato forma parte de otro más amplio, el de la vida de un caserío de Bizkaia, de sus pobladores y del engranaje de una historia de familia.

Lo más significativo de aquel tiempo fue el perro que un constructor proporcionó a padre. Se trataba de una perra muy lista que pronto aprendió a responder al nombre de Niva, el mismo del protagonista de una novela de aventuras que habíamos leído todos en familia, a ratos, tras la cena. El autor de aquella historia sobre otra Niva bien pudiera ser James Oliver Curwood, un novelista estadounidense especializado en el género de aventuras.
Apareció también por entonces en la puerta del caserío un chico, un muchacho que acabaría instalándose como ayudante en las tareas del campo. Había llegado un día de Navidad buscando trabajo. Era joven, con cara de hambre y aspecto de necesitado. Calzaba albarcas sin calcetines. Se llamaba Ramón.
En casa no había mucho para comer, así que padre se encargó de llevarlo a los caseríos vecinos y a la misma tasca del barrio preguntando a todos si tendrían trabajo para él. Nadie necesitaba ayuda o nadie podía pagarle. Finalmente se quedó en casa, aunque nunca desarrolló gran labor y su única y mayor afición era domesticar animales.
Se trataba de una perra muy lista que pronto aprendió a responder al nombre de Niva. Apareció también por el caserío un chico llamado Ramón, un muchacho que acabaría instalándose como ayudante en las tareas del campo.
Por aquel entonces solía presentarse por el valle una familia de gitanos que cada temporada traía su espectáculo de entretenimiento. Por las noches los vecinos acudían a verlos y ellos pasaban la gorra. Era su forma de recaudar algo de dinero. Eran titiriteros. Y en algo parecido se iba convirtiendo Ramón, en un titiritero. Siempre que venían, él estaba con ellos.
Niva acaparó enseguida la atención de todos, dentro y fuera de casa. Lista como pocos perros, cuidaba de los bebés y alertaba a las madres si era necesario; jugaba con los niños como uno más, saltando sobre sus cuerpos doblados y dejándose saltar; y exhibía sus habilidades siempre que se le daba la oportunidad.
Ramón supo aprovechar las buenas aptitudes de la perra y comenzó a trabajar con ella enseñándole a hacer cosas poco habituales entre los de su especie. Aprendió a andar cruzándose por entre las piernas de él, buscaba objetos perdidos, mecía las cunas de los bebés cuando estos lloraban…
Hasta ahí todo formaba parte de la diversión y de un Ramón amigo de los animales, capaz de tocar la corneta y las gallinas y los patos le seguían por el campo, mientras que el gallo, Pepe se llamaba, se subía en el manillar de la bicicleta y ahí iban los dos tan contentos. Parecía de cuento.
Sin embargo, las cosas comenzaron a complicarse cuando descubrió que Niva era capaz de apagar fuegos. En una ocasión, estando los operarios de Iberduero colocando una torreta de alta tensión por allí cerca, encendieron un pequeño fuego para secarse y la perra, que vería peligro en las llamas, se lanzó sobre ellas para apagarlas. Ramón al ver que se quemaba la socorrió, pero más tarde la educó y utilizó aquel sentido de prevención del animal en provecho propio.
Así, cada vez que había espectáculo de volatines o titiriteros ahí iba Ramón con Niva, encendía un fuego para que ella lo apagara y recibía a cambio los aplausos y agasajos del público. Lo tenía todo preparado, hasta una ridícula charla con el animal formaba parte de su espectáculo. Después Niva llegaba a casa con quemaduras y por más que todos se enfadaban y pedían explicaciones, aquel Ramón siempre se salía por la tangente, tergiversando lo que en realidad había ocurrido.
Cada vez que había espectáculo de volatines o titiriteros ahí iba Ramón con Niva, encendía un fuego para que ella lo apagara y recibía a cambio los aplausos y agasajos del público.
Fueron muchos los fuegos que Niva fue sofocando y más de una quemadura, alguna importante, las que sufrió. Eso la hizo popular entre los vecinos. Ramón no dudaba entonces en decir que la perra era suya, y que también lo era la casa en que vivía. Él mismo se presentaba como uno más de la familia, llegando en ocasiones a cambiar su apellido por el nuestro, para hacerlo más creíble. La ausencia de los abuelos, que habían fallecido ya, y las continuas salidas de los jóvenes de la casa, permitían en más de una ocasión que Ramón subiera a la primera planta a sus amigos y gentes extrañas, y entre ellos no faltó algún periodista interesándose por las habilidades de Niva.
La fama se extendió y un hermano de padre, un hombre muy bien relacionado, hizo que el cónsul de Estados Unidos en Madrid conociera y se interesara por Niva. También fue a través de él que un director de cine quiso hacer una película con la perra como protagonista. Se filmó en Galicia, y Ramón, con un buen contrato, estuvo todo el tiempo con ella. Después regresaron al caserío, pero por poco tiempo, enseguida surgió algo en Madrid que les trasladó de nuevo.
Así andaba Ramón, de un lado a otro con la perra, hasta que en casa comenzamos a poner alguna que otra objeción. Llegó el día que dijimos que no, que ya no se llevaba más a Niva con él. Enfurecido, no dudó en afirmar que la perra le pertenecía, sin darse cuenta de que con aquel argumento definitivamente estaba perdiendo a Niva para siempre. Ahí comenzó la lucha legal por ella, que ajena a todo seguía viviendo tranquilamente en el caserío.
El cónsul de Estados Unidos en Madrid se interesó por Niva, y un director de cine quiso hacer una película. Pero llegó el día que dijimos a Ramón que no se podía llevar más a la perra. Ahí comenzó la lucha legal por ella.
Un día se fue al aeropuerto con Niva dispuesto a embarcarse en un avión dirección Madrid. Tenía los billetes comprados y trataba de convencer a la guardia civil de sus razones para llevársela con él. El caso es que Niva no embarcó; Ramón no contaba en su poder con los documentos que acreditaran su propiedad sobre ella.
Días después, un exhorto enviado por un juez desde Madrid exigía el envío inmediato de la perra a la capital. Ramón, acompañado por una pareja de guardias, se presentó en el caserío con una orden de gobernación para que se le entregara la perra en ese momento.
El enfrentamiento por la propiedad de Niva era cada vez mayor. Fue así como nuestra familia solicitó la ayuda que necesitaba. Días después la perra volvía al caserío gracias a las influencias y gestiones de un pariente bien situado.
Ramón regresó en alguna ocasión por la casa, siempre de visita, y sabiendo perdida la batalla por Niva. Acabó viviendo en Estados Unidos, trabajando en una escuela de perros lazarillos, y aún así reaparecía de vez en cuando por allí. Venía con regalos para los niños y llegó a montar una tienda de campaña delante del portal de la casa y pernoctar allí alguna noche. Finalmente, algún incidente le echó de la vida de todos ellos para siempre. Niva vivió muchos años más, hasta que murió de viejita; transcurría ya la década de los 60.
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