A menudo, aunque no siempre, para ambientar una escena, una secuencia, un relato, me gusta, si es posible, acercarme a esa realidad que quiero imaginar. Para ello los sentidos tienen un poder especial. Mezclados con la experiencia, el conocimiento y una importante dosis de imaginación, podemos contar casi cualquier cosa.
En eso estaba cuando supe de un edificio que podía darme pistas para un relato. Nada como un viejo colegio en ruinas, como unas fotos antiguas, un paraje natural y olvidado, para que la imaginación se expanda y no quiera regresar. A punto estuve de saltar la valla y perderme por las aulas desvencijadas, de dejarme arrastrar por la nostalgia y la curiosidad. Gracias a un amigo no lo hice, él se encargo de contactar con quien pudiera abrirme las puertas de aquel lugar y con ellas las de un pasado no tan lejano, pero casi olvidado.
Me adentré sigilosa en aquel espacio extraño y ajeno, pisando con cuidado, observando cada rectángulo, sus suelos de mármol y sus muebles de madera carcomida y vieja. Encontré escritos olvidados, tazas sucias, vidrieras hermosas,… Encontré un lugar abandonado, como si sus dueños hubieran tenido que huir en mitad de una noche aciaga, a la vez que unas manos generosas me enseñaron fotografías en blanco y negro que pertenecieron al tiempo de los otros.
Nada hay igual a la sabiduría del que ya lo ha vivido, no hay libros ni teorías que se parezcan a las experiencias de la vida
Yo quería respirar, sentir, ver, oler y tocar. La curiosidad me arrastra y las gentes que lo aprecian me ayudan a llegar hasta el final. He hablado con al menos dos personas que vivieron bajo aquel techo hoy agujereado por el olvido y que comieron en aquellas mesas hoy polvorientas; les he conocido y escuchado con toda mi atención y respeto. He aprendido con ellos y sigo aprendiendo, tirando del hilo fino de su memoria, de la memoria de las cosas y de las gentes que me rodean. Nada hay igual a la sabiduría del que ya lo ha vivido, no hay libros ni teorías que se parezcan a las experiencias de la vida. Y aunque sea en la lejana distancia del tiempo, si se puede, hay que oler el pasado, hay que tocarlo, sentirlo y amarlo o aborrecerlo, según el caso. Hay que echar la memoria atrás y la imaginación a volar y empezar a contar lo que nos ha pasado.
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